"Tratando de no despertarla me senté desnudo en la cama con la vista ya
acostumbrada a los engaños de la luz roja, y la revisé palmo a palmo. Deslicé la
yema del índice a lo largo de su cerviz empapada y toda ella se estremeció por
dentro como un acorde de arpa" Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes.
Entré en
el Caserón de Santamaría de medio lado, como cayendo a él por capricho de una brisa
febril: como caído de la desfachatez de una rama cualquiera, sin pétalos acaso,
ni olor a jazmín, ni a lluvia. Era amor recogido en botellines de malta: cuerpos
y más cuerpos descuidados de la higiene del alma y los perfumes, destiñendo
mercancías vírgenes de todas edades y colores.
Las musas exhibían su potencial e inspiración insinuando los misterios
de la carne bajo sus ligas, o mostrando abiertamente el mercal en una deshonrada
muestra de total alevosía. Se llenaba de cazadores de almas, comerciantes de
una juventud divina entregada al olor del sexo de plástico y las cortinas de tinte
burdeos.
Allí
estaba Libertine, bella entre todas las putas, esperando al caballero que
pudiera pagar por los menesteres agrietados del corazón que percutía en su
pecho apenas, más allá del cuerpo: esperando el pacto que pudiera remunerar un
par de amores de su vida. Las piernas de los ángeles tienen un precio, y en
Francia no llegaba a los veinticinco francos a la hora. No tardé en amarla
hasta la locura. Y sé que, en lo más profundo de su pecho adolescente, ella
también me amó.
Francisco Vicente