LA REVOLUCIÓN DEL ARTE
Como
escritor –si me permiten la licencia-, me pregunto a diario cual es mi papel
dentro del contexto literario en general. Soy, querido lector, un hijo de otra
época, que sufre en barroco y arraiga en su corazón una vejez que contrasta con
mi edad natural, y que, al mismo tiempo, me encadena a la estética del siglo
pasado con irrevocable y anacrónica pasión. Como persona –si me permiten
también la licencia-, me hago quizá preguntas de diferente índole que, sin
embargo, tienen igual importancia que las mencionadas anteriormente y que
además, están íntimamente ligadas con, efectivamente, las anteriores. Paseo por
el mundo que los hijos de la experiencia –no poetas solamente- nos dejaron como
generación. La divulgación del menosprecio al conjunto de la juventud, lo que
ellos llaman generación desecha, no es más que, por si no lo recuerdan, la
generación que ha heredado una deuda global y de dimensiones macroexpansivas
que no es capaz de solventar, precisamente por el obcecamiento en mantener la
educación que llevó a su conjunto al desastre.
Verá,
últimamente he estado obligado a tratar de frente con la expresión “hijo de tu
tiempo” por cuestiones laborales.
La
expresión es en arte tratada casi como una obligación, un imperativo del canon
estético, un grito de Erato, un portazo en la cara.
Pero
algo me impide continuar. Algo en mi interior me frena. O quién sabe, quizás me
impulse demasiado lejos.
Dígame,
señor lector, -o sólo piense, podré escucharle-, cuántos años necesita un amor
para desvanecerse, para resquebrajarse por el uso. Cuándo un misterio de tal
magnitud necesita ser renovado.
Los
hijos del arte son, por desgracia, unos pocos elegidos. Niños mimados de la
historia, que si bien fueron bendecidos por su talento, ¡cuántos otros no
pudieron más que ver desde su cloaca el éxito y la fama de sus “seres
inferiores” mientras sus contemporáneos sufrían orgasmos intelectuales con su
presencia misma!
Zarathustra
huyó a las montañas, hasta que su memoria en papel fue recogida por algún
curioso amante del morbo, hijo, pues, de su época correspondiente. Y qué decir
del señorísimo, poeta greguesco y brillante, oscuro y rebuscado Don Luis de Góngora, cuyo
fantasma veló durante doscientos años por el brillo de su obra hasta que, por
fin, llegó la generación más brillante y excelsa de poetas jamás vista y nunca
más imaginada para desenterrar su nombre maldito y subirlo al altar de los
altares.
“El
arte –me dijo una vez mi profesora de literatura- es como un péndulo. Cíclico
como la naturaleza. Los acontecimientos y su uso recargado siempre invierten su
ondulación hasta llevar su peso al otro lado, aunque la transición no siempre
es fácil”.
Friedrich Nietzsche tuvo la desgracia de morir de una manera triste y desagradable, sin poder ver
en vida cual fue la totalidad de la magnitud de su obra. Cierto es también que en aquella
época, aquel occidente de vendas en la cara, -no como el de ahora, por
supuestísimo- vio la nitidez y solidez de su argumento y convicción en cuanto a
la magnitud de lo escrito como narcisismo. ¡Narcisismo! ¿Era Juan Ramón Jiménez
narcisista? ¡No! Un genio como pocos podremos volver a tener nunca. Dijo además
de sí mismo que no había logrado en vida poesía pura como la que perseguía en
su sueño. Fíjense. Muerto de tristeza.
Y
en esos paseos de naturaleza poético-personal me pregunto a mí mismo, a mi yo
interior, en qué posición se encuentra el péndulo más allá de mi perspectiva, o
la del movimiento que me representa.
Nos
encontramos objetivamente en una situación privilegiada en Europa respecto al
género poético, eso es cierto. En España se publica poesía, se lee poesía, y
existen escritores de renombre en el continente y Sudamérica. De acuerdo.
Todo
esto tiene una explicación lícita y contrastada.
¿Qué
ha pasado con la poesía europea? Quizá el alemán que escribe no encuentre en
una óptica inspiración suficiente para confeccionar un poema de calidad. O
coherente. Será que nuestra sangre latina nos da ventaja con respecto a los
fríos y calculadores habitantes y poetas de Centroeuropa.
A
propósito de la educación, creo que antes debí equivocarme en un aspecto muy
básico. La educación no es la misma. Es infinitamente peor. Véase la LOGSE, una
política educativa inestable legislatura tras legislatura los últimos dieciséis
años, una reducción de las horas lectivas de asignaturas como Filosofía o
Historia del Arte, o la especulación sobre la supresión de itinerarios que no
perviertan la mente humana con el fin de sobreexplotar el mercado con peones
necesarios.
A
lo que vengo a llegar, amigo, es que nos guste o no, cada vez más en nuestra sociedad decae el nivel cultural, hasta colocarnos a
la cola de Europa, lejos de las Alemanias o Francias “antipoéticas”.
Y
es que la globalización –que es necesaria- en su mal uso puede acusar a la
poesía del siglo XX de elitismo. Elitismo.
Pronúncielo
en voz baja: e-li-tis-mo. Patético.
Hemos
bajado el nivel, queridos lectores. Pero todo está muy bien pensado: si bien el
novecentismo llevó el péndulo poético al versolibrismo, entonces un cambio
métrico, (blanco, por supuesto) podría favorecer (tapar) el aire despreocupado
(falta de nivel) de la poesía de nuestro tiempo. Popularización de la poesía
culta.
Eso
pasó hace quince años con la música, y en vez del elitista Mahler, escuchamos electro
latino en nuestras radios matutinas los domingos. Y es que ese es el canon de
belleza musical actual del populacho. Vamos, en poesía, lo que vende.
¿Y
cuánto tiempo hemos de aguantar este molesto gusto por la sobrecarga de la
silva?
¿En
qué situación se encuentra nuestro péndulo?
Amigos,
demos un paso adelante. No es tiempo de huir a las montañas. Es tiempo de
liberar el arte, encauzarlo hacia la solemnidad, hacia la estética pura –o
impura- del arte considerado real.
La
juventud artística debe ahora voltear el péndulo a su antojo, o incluso
llevarlo más alto en la misma dirección que cursa y superarse.
Es
claro que la educación de esta juventud y las venideras es la única oportunidad
del panorama global para enderezar su historia misma y posibilidad a
medio-largo plazo, con suerte. Y del arte en su extensión más absoluta.
Liberalización
del socialismo, me decía un amigo mío, y no socialización del capitalismo es la
clave de la solución a la descomposición económica global.
¡Por
qué no liberalización del arte! ¿O acaso es apto mi apellido –o cualquiera-
para tapar el canto de un espíritu endecasílabo? ¿O blanco siquiera?
Francisco Vicente